Sugus

Hoy la vida tiene gusto a caramelo. Me encuentro en esos momentos donde
es fundamental la preservación de las partes más sensibles del cuerpo,
es decir tejidos blandos y sentimientos, de ser dejados a la intemperie
corren riesgo de degradarse profundamente. Dicho proceso es, en general,
irreversible, por lo tanto debo ser sumamente cuidadosa con la
exposición descontrolada de mis debilidades. En el caso de que alguno de
los elementos entre en contacto con ellos estoy condenada. La tierra
puede agrandar, por medio de agrietamientos involuntarios, los baches
que abrieron los camiones al circular por rutas no aptas para soportar
dicho peso. El agua puede lavar la poca conciencia que va quedando, y
sería un despilfarro de buenos momentos desperdiciados por la fuga
incontenible de palabras desagradables. El viento me puede volar la
puerta de entrada a los misterios del microcosmos capilar que se esconde
debajo de los folículos resecos por abuso de sustancias legales. Cabe
mencionar que el fuego, con su habitual hábito destructivo, puede llegar
a terminar con todos los principios que controlan el centro de
operaciones de la mesura, llegado el caso, terminaría presa por instigar
a mis contemporáneos a cometer actos de una envergadura cuadrille.
Ahora bien, si en el afán de cubrir mis vergüenzas con una frazada para
evitar el colapso apresurado de esta civilización unipersonal me
encuentro con el momento adecuado para dejar que la tierra se abra en
dos, el viento me vuele la peluca, el agua me moje hasta los calzones y
el fuego arda lo que quiera arder, entonces estén seguros que, una vez
más, me convertiré en el paladín de un conjunto de incongruencias que
juegan al elástico en la vereda mientras alguna inmigrante europea
prepara pan frito para convidarle a quien quiera entrar.