La destrucción era total y masiva. Finalmente habían cumplido con
su misión, concluir con todo aquello que alguna vez tuvo vida. Ya no existían
los límites ni políticos ni geográficos, porque ya no existía nada. En el
camino hacía lo inevitable terminaron, incluso, con ellos mismos. Y si bien ya
nada existía que pudiera seguir atentando contra los procesos, tampoco existía
nada que los generara, el mundo era paradójicamente sincrónico, no crecía, no
cambiaba y no moría. Se encontraba completamente quieto en un tiempo que no
transcurría porque nadie lo contabilizaba, porque nadie estaba dispuesto a
domesticarlo por segunda vez, porque nadie lo habitaba.
Era el final, pues a pesar del denodado esfuerzo de quien fuera el
último rey electo, las decisiones de la humanidad habían sido determinantes,
además de una naturaleza agotada que también optó por la conclusión apresurada
de una situación que era insostenible hacía muchos siglos.
Siempre albergaré la duda acerca de la conciencia de los
participantes, habrán notado que ese encadenamiento de hechos significaba el
final indeclinable de la existencia que conocían. Supongo que lo sospechaban,
sin embargo, la certeza de que ese era el camino correcto más allá de las
nefastas consecuencias los llevó a convertir en un desierto eterno aquello que
otrora albergara millones de vidas.
Aquel día puede ser dividido en tres partes exactamente iguales,
un instante final y un principio muy breve, algo así como un drama futurista en
tres actos, un prólogo y un epílogo. Las dudas de un comienzo incierto, el clímax
que genera una situación que no se agota en una simple descripción y un punto
final que no cede su lugar privilegiado como símbolo de finitud.
Prólogo.
Las tropas perezosas abandonaron las literas como todas las
mañanas y se dedicaron a deglutir los empastados alimentos que para ellos había
preparado el cocinero de turno. Una vez corroborada la tensión de la red que
dividía al mundo, cada uno se dispuso a observar la nada mientras bromeaban
sobre los infames que vivían en la otra mitad. Del otro lado se repite la misma
ceremonia, todo se encuentra perfectamente acomodado.
Acto 1
A las nueve de la mañana el Rey de reyes se paró en el medio del
planeta, en aquel punto donde confluyen todas y cada una de las rectas
invisibles que conforman la tierra. Mientras su lujoso ropaje lo envolvía de
manera soberbia, se dispuso a leer un poema milenario. El objetivo del monarca
era generar un sentimiento de empatía generalizada que traspasara la urdimbre
del tejido que durante tanto tiempo había separado los lados indisolubles de un
mismo plano. Los sabios cerraron los ojos y dejaron que la voz del único
penetrara en sus entrañas. Los necios taparon sus oídos y no permitieron que
las palabras de aquel cimentaran en sus corazones. Los ingenuos abrazaron las
fantasías que habían amasado durante los oscuros años del absolutismo. Los
inteligentes tergiversaron los dichos para su conveniencia. Y los viciosos las
convirtieron en ley. Al finalizar el discurso cada uno volvió a sus actividades
y se hizo cargo de las consecuencias que su decisión traía entre las sábanas.
Acto 2
Todos los objetos apuntando al norte. A contra pendiente. La
información original no podía ser decodificada, aparentemente cada color tenía
un significado y su combinación con otros formaba oraciones. El último anciano
que conocía las mezclas murió hace unos años de una rara enfermedad producida
por la iridiscencia de los pergaminos. Ni los hijos, ni los nietos, ni ellos
mismos supieron imaginar el tiempo en el que nadie conociera las técnicas. La
estructura no estaba dispuesta a soportar la anarquía de la ignorancia.
El problema se suscitó porque la máquina que movía el mundo se
paró. Hacia muchos milenios que la tierra no giraba por sí misma. Los relatos
orales cuentan que en una noche se construyó una máquina con la densidad de un
cabello y la forma de un lunar que era capaz de mover al planeta como antaño lo
hacia la naturaleza.
A las doce del mediodía un polvo
espeso cubrió las formas. Todo fue violeta desde ese momento.
Acto 3
Esta vez el Rey de reyes sólo miró
por la ventana frente a sus ojos y observó la batalla final entre los dos polos
absolutamente opuestos, pero parte integrante de un mismo concepto. Reflexionó
sobre sus decisiones y se arrepintió de no comprender el límite. Lloró hasta
que murió al igual que sus súbditos. Y luego todo se desintegró como si nunca
hubiera habido vida que iluminara la superficie de la Tierra.
El mundo definitivamente dejó de
moverse aunque los letrados intentaron hasta lo imposible por hacerlo seguir
andando. La noche se volvió eterna de un lado y el sol quemó lo poco quedaba
del otro. Definitivamente habían logrado separar los dos lados de una misma
circunferencia.
Epílogo
El límite de un caos agazapado tras la violencia generalizada que
se derrochaba impunemente en cada gesto cotidiano, el punto óptimo, la máxima
expresión. El apogeo de alguna Gran Civilización del Nuevo Mundo, hoy cubierta
de un inapelable abandono. Traspasar el límite significaba caer para siempre en
un desorden organizado por reglas imposibles de dilucidar, un estado culminante
de sopor y terrible cansancio. La nada.