Final de la primavera y tu voz en el teléfono. Nunca te gustaron las flores si no son carnívoras.
Tu pelo enmarañándose en los vientos arremolinados de tu otoño.
Abrí la puerta cuando muera el sol. No hay mejor guía que las nubes púrpuras para vos, en esa hora en la que despiertan las canciones.
El contrapunto de tus pasos acercándose con ese equilibrio frágil pero altanero. No, tus pies nunca se enredan. La botella ya está vacía y el cenicero desbordado.
Ya es tiempo. Vení ahora. Traeme tus ojos color vicio y tus alas que se desatan a medianoche.
De la cordura no queda ni la sombra.
Buscá mi calle. Tropezá una vez más con ese puto escalón y pateá la puerta.
Ver la lluvia desbarrancándose desde tus pestañas y ese resto de maquillaje embarrándote la cara. Tu ropa empapada contra mí.
Llegá desnuda y feroz, atávica. Una diosa sedienta de sangre.
Que tus besos sean mordiscos y tus ojos humo. Y el resto deseo.
Enloqueceme.
Volvete carne y dientes para devorarme.
Confundite en la oscuridad, agazapada entre mis sábanas.
Sé que te rendís sólo para volver al ataque.
Voy a conquistar tu piel más profunda, soñarte mía por un rato.
El eco de tu risa borracha entre mis paredes.
Ya no hay defensas, la luna cae.
Tus ejércitos bostezan y te acurrucás sobre mí. Cada vez más cerca.
Los demonios de tus sueños te mordisquean los talones. Vas a abrazarme cuando lleguen a tu ombligo.
Hablás dormida en lenguas que los mortales desconocen.
Tu pelo es esa caricia que tus ojos abiertos negarían.
Voy a hundir la nariz en tu piel hasta que no pueda sentir nada más que tu olor.
Tal vez le cuente a tus orejas de las ternuras que jamás te dejaría escuchar.
Por una hora o dos vamos a ser nudo, un monstruo palpitante, mar de piernas adormecido en el murmullo de una respiración al unísono.
Pero no vas a olvidarte –nunca te olvides- de irte antes de que el amanecer se destroce en mi ventana.
Me despierto solo.